Fragmentación territorial
A partir sobre todo de 1821 las independencias de las nuevas naciones de la América hispana se producen en cascada. Pero hasta última hora, hubo una posibilidad, y quizá una probabilidad, de que Hispanoamérica permaneciera unida, formando de una u otra forma una especie de Commonwealth. Muy rápidamente, sin embargo, se produjo la descomposición del mundo unido hispanoamericano.
Así fueron naciendo un buen número de Estados, que correspondían más o menos a las partes menores del imperio hispano, audiencias, capitanías generales o intendencias. Desde un principio, Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín o Rodríguez de Francia, pensaron en una gran unión de naciones hispánicas; pero aquello era entonces sólo un sueño. La unidad real de México a la Patagonia había existido durante tres siglos, pero una vez rota, era ya irrecuperable. El presente de la América hispana estaba sellado por la división, y con relativa frecuencia por el enfrentamiento fratricida entre naciones vecinas.
Historia falsa para naciones nuevas
En todos los lugares ocurrió lo mismo: se hacía preciso y urgente crear una nueva identidad nacional. Pero la tarea que recaía sobre la oligarquía local era realmente muy difícil. ¿Cómo hacerlo? Era imposible fundarla en indigenismos ancestrales, menospreciados entonces, a veces múltiples y contradictorios, y en todo caso, a la vista de ciertas insurrecciones recientes, de muy peligrosa exaltación. Tampoco era posible acudir a la raíz hispánica, pues la emancipación se había hecho precisamente contra ella.
Quedaba, pues, sólamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico.
Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.
Es el caso, por ejemplo, de un Simón Bolívar, rico terrateniente, mujeriego notorio, hombre que declara «guerra a muerte» a quienes no conciben como él el futuro de América, mata a prisioneros, ordena en 1823 la deportación masiva de los habitantes de Pasto, rebeldes a su causa: «Los pastusos deben ser liquidados -escribe el 21-10-1825-, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar» (Lucena Salmoral 82-83).
En realidad, su manera de concebir mentalmente América es, como en tantos otros patriotas del momento, muy improvisada, confusa y cambiante. Bolívar es un hombre que, en medio de sus apuros militares y políticos, piensa entregar a Inglaterra «las provincias de Panamá y Nicaragua, para que forme en estos países el centro del comercio de universo, por medio de la apertura de canales» (49); o proyecta colocar a Colombia, o incluso a Hispanoamérica en su conjunto, «bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección», Inglaterra, concretamente; o somete al Congreso de Colombia la decisión de instaurar allí la monarquía; o idea un Senado vitalicio, «hereditario, como el que propuse en Angostura, incluyendo los arzobispos y obispos» (148-149).
No es, pues, extraño que Bolívar confesara a Mosquera poco antes de morir: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la independencia» (149)... Y que en una carta a su amigo Urdaneta (5-7-1829) le dijera: «Yo vuelvo a mi antigua cantinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado... En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso... Éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, nada» (150). Como muchos otros masones de la época, murió Bolívar cristianamente.
Respecto de las independencias de los países de nuestra América
«Latinoamérica» hacia 1800
Desde México a la Patagonia, el imperio hispano-americano se mantuvo unido bajo la Corona durante tres siglos, compartiendo una misma lengua, ley y religión, y formando un gran cuerpo social, que en 1800 es sin duda muy superior, tanto en su volúmen demográfico como en su desarrollo económico y cultural, al del Brasil o al de las Trece Colonias de la incipiente América anglosajona del norte.
Hoy a ese mundo se le suele llamar Latinoamérica, pero como bien dicen D. Bushnell y N. Macaulay, «en realidad, los términos Hispanoamérica o Iberoamérica serían más apropiados. Al parecer, la designación genérica de Latinoamérica la utilizó por vez primera el polígrafo colombiano José María Torres Caicedo, y fue rápidamente adoptada por los ideólogos franceses, en un intento de reivindicar parcialmente para sí la obra de España y Portugal. La única república que, de hecho, es un vástago americano del imperio francés es Haití» (El nacimiento de los países latinoamericanos 11).
Antes de recordar ciertos pasos históricos, nos será útil conocer algunos datos demográficos fundamentales.
La América española en 1820 tenía 14.470.000 habitantes, y en el primer desarrollo de sus nuevas nacionalidades, en 1880, a causa principalmente de la inmigración, pasó a tener 30.320.000. El crecimiento entre esos dos años señalados, concretamente, se distribuyó así (en miles): Argentina, 610 / 2.484; Bolivia, 1.000 / 1.506; Colombia, 1.025 / 2.870; Costa Rica, 63 / 170; Cuba, 615 / 1.542; Chile, 789 / 2.066; Ecuador, 530 / 1.106; El Salvador, 248 / 583; Guatemala, 595 / 1.225; Honduras, 135 / 303; México, 6.204 / 10,438; Nicaragua, 186 / 400; Paraguay, 210 / 318; Perú, 1.210 / 2.710; Santo Domingo, 120 / 240; Uruguay, 69 / 229; Venezuela, 760 / 2.080. En ese mismo período, 1820/1880, creció la población (en miles) de Brasil, 4.494 / 11.748, y de Haití, 647 / 1.238 (+Bushnell - Macaulay 300).
Por su parte, las colonias inglesas del norte, a mediados del XVIII, reunían una población de 1.250.000; y ya constituídas como Estados Unidos, cuando el territorio ocupado apenas se extendía desde la costa Este al río Mississippi, en 1800, tenían 5.500.000. Y en 1860 eran ya 31.000.000 (Pereyra, La obra... 268-269).
Las independencias en América hispana
Las Trece Colonias primeras de los Estados Unidos se independizan en 1776. Y el estallido de la Revolución francesa se produce en 1789. No hay, sin embargo, por esas fechas en la América hispana un ansia de independencia respecto a la metrópoli, aunque sí es cierto que durante el siglo XVIII, vigente cada vez más el espíritu de la Ilustración, la acción de España en América pierde en buena parte su sentido evangelizador y se va endureciendo más y más, con lo que crecen las tensiones entre criollos y peninsulares.
Sin embargo, los hispanoamericanos reaccionan todavía en favor de la Corona española con ocasión de la invasión napoleónica de la península (1807-1808), y constituyen Juntas que, acatando la autoridad de Fernando VII, pronto derivaron a ser auténticos gobiernos locales. En efecto, poco después la debilitación política de la lejana metrópoli y el sesgo liberal de las Constituciones de 1812 y de 1820, hacen que los grupos dirigentes criollos -políticos locales, clero, comerciantes y hacendados- se decidan a procurar las independencias nacionales. Y el pueblo llano, que se veía forzado a repartirse o bien al servicio de los dirigentes independentistas liberales o bien al de los realistas, más tradicionales, hubo de sufrir una serie de guerras civiles muy crueles, de las que salieron las independencias de las nuevas naciones.
De este modo, en muy pocos años, y generalmente de forma improvisada, se decidió la suerte de un continente. El proceso no fue fácil. Los libertadores hubieron de enfrentarse muchas veces a las masas populares, que no veían claro aquel salto en el vacío, y que con frecuencia, por instinto, temían más la próxima oligarquía criolla que la lejana Corona española. Los propios dirigentes criollos se mantuvieron muchas veces dubitativos hasta última hora, cuando, ante la debilidad de Fernando VII, optaron por acrecentar su propio poder con la independencia.
Por otra parte, los nuevos generales Bolívar, Sucre, San Martín, imitando a Napoleón -el héroe de la época, el que llevó sus banderas hasta Rusia, Egipto y España-, atravesaron también ellos los Andes y las fronteras incipientes, decididos a escribir la historia a punta de bayoneta, rubricándola con el galope de sus briosos caballos.
No olvidemos, por lo demás, que unos y otros, políticos y generales, se vieron decisivamente apoyados por agentes extranjeros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos desde hacía siglos de la América hispana. Las logias masónicas, que ya en el XVIII habían difundido por el continente el espíritu de la Ilustración, anticristiano, racionalista y libertario, constituyeron entonces la red eficaz para todas estas conexiones e influjos convergentes.
Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, fueron masones de alta graduación, lo mismo que Miranda y otros líderes de la independencia; y también lo eran en España muchos de los políticos liberales y de los militares que favorecieron la emancipación.
Por último, como señala Salvador de Madariaga (Bolívar I,53), la invasión napoleónica de la península «impidió a España que reforzara a tiempo con sus armas la mayoría que en el Nuevo Mundo, hasta 1819, fue favorable a la unión».
La Iglesia contra el liberalismo
Igualmente es inevitable que la Iglesia libre una larga batalla contra el milenarismo pelagiano de la revolución liberal. Fijándonos de nuevo en el siglo XIX, la Iglesia lucha duramente contra el liberalismo, tratando sobre todo de frenar sus consecuencias desastrosas en la vida pública de los pueblos.
Ya Gregorio XVI (Mirari vos 1832) y Pío IX (Syllabus 1864) combatieron con energía los errores modernos del liberalismo, y también las otras formas principales del naturalismo, el socialismo y el comunismo (Quanta cura 1864). En los años de León XIII fueron muchos los documentos pontificios que combatieron la concepción laica del orden político (Quod Apostolici muneris 1878, el socialismo; Diuturnum 1881, el poder civil; Humanum genus 1884, la masonería; Immortale Dei 1885, la constitución del Estado; Libertas 1888, la verdadera libertad; Rerum novarum 1891, la cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, el americanismo; Annum sacrum 1899, consagración del mundo al Corazón de Jesús). Aunque en nuestro tiempo el término liberal tiene una significación a veces muy diversa, todavía Pablo VI en la carta Octogesima adveniens (26, 35: 1971) señala los aspectos inadmisibles del liberalismo.
A lo largo del siglo XIX, en todo el mundo occidental hay, pues, una lucha permanente entre católicos y liberales. Los católicos afirman: «es preciso que reine Cristo» (1Cor 15,25) sobre nuestros pueblos, mayoritariamente católicos. Los liberales quieren lo contrario: «no queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19,14).
Los católicos liberales
Y aún existe, entre unos y otros, favoreciendo siempre a los liberales, la especie híbrida de los católicos liberales -círculos cuadrados-. A ellos se debe principalmente que se haya quitado de los hombros de Occidente «el yugo suave y la carga ligera» de Cristo Rey (Mt 11,30), y que se haya impuesto sobre los antiguos pueblos cristianos el yugo férreo y la carga aplastante del liberalismo, o de sus derivaciones socialistas y comunistas, nazis o fascistas. El cielo bajado a la tierra... En efecto, durante los siglos XIX y XX serán normalmente los sinDios quienes -con toda naturalidad y como si ello viniera exigido por la paz y el bien común- gobiernen los pueblos cristianos, procurando con éxito la secularización profunda de la sociedad.
Entre los católicos liberales hubo quienes aceptaban el liberalismo prácticamente, como un mal menor que convenía tolerar. Pero también hubo otros que lo asumían teóricamente, reconociendo en él un bien que los cristianos debían propugnar como verdadera causa evangélica. En un comienzo, bajo la guía del obispo Dupanloup (+1878), predomina la primera versión del catolicismo liberal, que siempre, también hoy, tiene sus seguidores.
Sin embargo, el liberalismo que prevalece sin tardar mucho, siguiendo la inspiración del abate Felicité de Lamennais (1782-1854), y que se afirma más y más hasta nuestros días, es el liberalismo católico de convicción, que vincula el Evangelio a las modalidades concretas de las modernas libertades y a los diversos mesianismos seculares. Y esto sucede a pesar de que la Iglesia, por el magisterio de Gregorio XVI, condena pronto como «paridades blasfemas» esas identificaciones, o reducciones, de la salvación a ciertas causas temporales (Mirari vos 1832).
El catolicismo liberal, con Lamennais al frente, exalta con entusiasmo el orden temporal, todo aquello que el hombre en cuanto criatura es capaz de hacer por sus fuerzas, viendo en ello «la causa de Cristo»; y al mismo tiempo, reduce a segundo plano el orden sobrenatural, lo que es don de Dios, la salvación en Cristo por gracia, el perdón de los pecados, la elevación a la filiación divina. Es ésta la típica inversión del catolicismo liberal.
El catolicismo tradicional, el bíblico, el verdadero, ve el mundo como generación mala y perversa, del que hay que liberarse (Hch 2,40), si de verdad se le quiere salvar (+Rm 12,2; 2Cor 6, 14-18; Flp 2,15; 1Jn 2,15-16). Considera que el espíritu es el que da vida, mientras que la carne es débil, y no sirve para nada (+Jn 6,63; Mt 26,41). (De todos estos temas he tratado más amplia y matizadamente en mi libro De Cristo o del mundo).
Clemente de Alejandría, por ejemplo, fiel a la visión tradicional cristiana, en su libro el Pedagogo, ve en la Iglesia la perenne juventud de la humanidad (I,15, 2), el pueblo «nuevo», el pueblo «joven» (I,14, 5; 19,4), en contraposición a la «antigua locura», que caracteriza al mundo pagano, viejo y gastado (I,20, 2). Por el contrario, en el polo opuesto de esa visión, el catolicismo liberal moderno, plenamente vigente en nuestros días, estima que precisamente es en el mundo donde halla su principio renovador la Iglesia, y así enseña a desfigurar la Iglesia o a diluirla con buena conciencia, siempre que ella entra en contraste irreconciliable con el mundo.
Pero el Vaticano II afirma hoy con claridad que «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 36c).
El catolicismo liberal pensaba y piensa justamente lo contrario. Estima, con pleno acuerdo del mundo, que las realidades seculares -el pensamiento y el arte, las instituciones y el poder político, la enseñanza y todo- sólo pueden alcanzar su mayoría de edad sacudiéndose el yugo de la Iglesia. Y considera también, simétricamente, que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se seculariza; y que más atracción ejerce el cristianismo ante el mundo, cuanto más lastre suelta de tradición católica.
Éstos eran los espíritus contrarios que luchaban entre sí, disputándose las sociedades del Occidente cristiano, cuando se produjeron las independencias de la nuevas naciones hispanoamericanas.
Seguimos, pero ahora voy a comenzar a poner titulares chancito más descriptivos. Próximamente, habrá una serie de videos.
El liberalismo del XIX
El liberalismo afirma la libertad humana por sí misma, sin sujeción alguna, sobre todo en la res publica, a la verdad, al orden natural, a la ley divina; y así viene a ser un naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios: «seréis como Dios, conocedores del bien y el mal» (Gén 3,5). León XIII puso bien de manifiesto esta irreligiosidad congénita del liberalismo en su encíclica Libertas (1,11,24: 1888). Por otra parte, como advierte Pío XI, del liberalismo nacen, como hijos suyos naturales, el socialismo y el comunismo (Divini Redemptoris 38: 1937), que son otros modos de milenarismo pelagiano -el cielo bajará a la tierra-, más radicales todavía, como lo serán en el siglo XX el nazismo o el fascismo.
Pero en el fondo liberalismo, socialismo y comunismo, como el nazismo o el fascismo, son de la misma familia espiritual. En realidad viene a dar lo mismo que el bien y el mal sean decididos por la mayoría democrática o por el partido único. En todo caso es la libertad del hombre, sin referencia a Dios y a un orden natural, quien determina, en un positivismo jurídico absoluto, lo bueno y lo malo. Todos los ismos aludidos son, pues, formas políticas de poder laicista, que niegan a Dios, que pretenden procurar el bien común de los pueblos, rechazando la soberanía de Dios sobre las naciones.
Quizá algunos de ellos admitan la autoridad de Dios en la intimidad de las conciencias individuales, pero, ya desde la Revolución francesa, es común a todas las formas de poder laicista el rechazo de la soberanía de Dios sobre la sociedad. Hoy hablamos de todo esto con otras palabras, como secularización, o bien como ese humanismo autónomo que el Vaticano II denuncia (GS 36c).
El liberalismo contra la Iglesia
El liberalismo, a lo largo del XIX y hasta nuestros días, se extendió sobre todo, por intereses económicos, en la alta burguesía y en la aristocracia, con bastantes excepciones entre la nobleza territorial no absentista. Y se difundió también, por convicción intelectual, en las universidades y entre las profesiones liberales. Unos y otros, por amor a la riqueza o por orgullo intelectual, esperaron del liberalismo la felicidad y prosperidad de los pueblos.
Punta de lanza del liberalismo fueron los radicales, iniciados en Francia, cien años después de la Revolución francesa, como una reivindicación del jacobinismo, es decir, de los ideales genuinamente liberales de 1789. Nacidos, pues, como una reacción contra los liberales moderados, llamaban a éstos doctrinarios, porque no llevaban hasta el final los principios del liberalismo. La masonería, por su parte, vino a ser como la jerarquía eclesiástica del liberalismo, la que daba a éste un carácter más acentuado de neo-religión o creencia. Muchas veces fueron masones quienes presidieron los partidos radicales.
En conformidad con sus principios doctrinales, nada tiene de extraño que el liberalismo haya perseguido duramente a la Iglesia en los dos siglos últimos, tratando de limitar y reducir lo más posible su influjo en la vida de los pueblos, como en seguida lo veremos en la América hispana.
En realidad, el liberal, de suyo, no ve la causa del liberalismo como una lucha contra Dios, en cuya existencia no cree. En todo caso, si es que existe, es el Ser supremo de los deístas, que no se mezcla para nada en los asuntos del los hombres. Pero sí entiende la causa del liberalismo como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo.
En este sentido, el liberal estima como vocación propia «luchar contra los obstáculos tradicionales», contra el fanatismo del clero y del pueblo, con sus innumerables tradiciones cristianas, que sellan en la fe las fiestas y el arte, el folklore y la cultura. Más aún, propugnando por ejemplo la legalidad del divorcio o del aborto, extiende su lucha contra las personas o instituciones que afirman un orden natural inviolable, fundamentado en el mismo Creador.
Seguimos con nuestra miniserie
La masonería
En la implantación cultural, social y política de la ideología de la Ilustración va a corresponder a la masonería una función sin duda principal. Bajo su complicada maraña de grados, jerarquías y simbolismos, ella viene a constituirse en el Occidente cristiano como una contra-Iglesia profundamente naturalista y anticristiana, que espera la salvación del hombre y de la sociedad no de la fe, sino de la razón.
En efecto, a comienzos del XVIII, los mismos hombres que rechazan los misterios y ritos cristianos de la Iglesia, se agrupan en logias llenas de misterios y de ritos, comprometidos al secreto más total: «Prometo y me obligo ante el gran arquitecto del Universo y esta honorable compañía a no revelar nunca los secretos de los masones y de la masonería». En 1717 se forma la Gran Logia de Londres, la madre de todas las logias masónicas. Los free massons, pocos años después, con nombres traducidos a los lenguajes locales, se extienden por toda Europa. En la primera parte de su historia los masones fueron deístas, al modo de Pope o Voltaire, Lessing o Rousseau, y no podían ser ateos.
Eso explica la afiliación masónica de algunos pobres clérigos progresistas, asustados por el ateísmo ascendente de la época. Los primeros masones, sin atacar todavía directamente a Cristo y al mundo de la gracia, pues son tolerantes, profesan optimistas una religión natural, una ética universal, «en la que todos los hombres pueden estar de acuerdo», también los católicos, según piensan.
Así las cosas, en el XVIII, pertenecer a la masonería es un signo de distinción, algo que da tono en los salones elegantes y en las cortes de los reyes, también en los países católicos. A ella, pues, se afilian en gran número miembros de la nobleza, burgueses notables o clérigos ilustrados. Son masones Joseph de Maistre, el conde de Clermont, el duque de Chartes, Francisco de Lorena, casado con la emperatriz de Austria... El rey Federico II de Prusia llega en 1744 a ser Gran Maestre. Las logias, en cambio, permanecen cerradas al pueblo bajo, y en los comienzos, también a las mujeres, que son recibidas sólamente en logias de adopción. La reina María Carolina de Nápoles es francmasona. Voltaire, en jornada apoteósica, introducido por Franklin, se afilia en 1778 a una logia de París, animada primero por Helvetius, y luego por Lalande...
La Iglesia entendió muy pronto el carácter determinadamente anticristiano de la masonería, que fue condenada por Clemente XII en 1738 y por Benedicto XIV en 1751, así como por los Papas del XIX y del XX.
También las monarquías europeas, en general, reaccionaron contra la masonería, pero no por principios espirituales, sino por estrategias de Estado. Por eso ya en el XVIII las coronas europeas se vieron infiltradas por ella, y aceptando educadores y ministros masones, fueron impulsando decididamente la secularización de la sociedad. Éste fue el justamente llamado despotismo ilustrado, que encontró con frecuencia grandes resistencias en el pueblo católico, y que fue el precedente inmediato del liberalismo del XIX.
Por cierto que las logias, bajo la guía superior de la Corona británica, atentaron siempre contra las monarquías católicas -en Francia, España, Italia, Austria-, pero dejaron siempre en paz las Coronas protestantes, en las que no veían obstáculo para el liberalismo masónico.
Como todos sabemos, la historia tiene vacíos que nos interesan porque han sido propositivamente ocultos, o bien, llenados por cosas que no tienen sentido y por lo tanto no son, pues, convincentes. Hace algunos años encontré un documento que narra esas partes olvidadas de la historia propia de nuestras tierras. Y antes de continuar haré una aclaración laberíntica. Lo que siempre estuvo mal es el sistema: la religión es a la fe lo que la matemática a la física. Procedo a copiar y pegar por partes, y no le voy a poner el título para evitar ser tachado de tendencioso (dos pueden jugar ese juego, don lucy)
Del Evangelio a la Ilustración
Dos libros, ya clásicos, de Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) y El pensamiento europeo en el siglo XVIII, pueden ayudarnos a entender bien el gran giro espiritual iniciado en el Occidente cristiano a partir de 1715. El precedente más significativo de esta nueva orientación se halla en el Renacimiento y el libre examen luterano; es decir, en el inicio de un naturalismo pujante y en el comienzo de un rechazo de la Iglesia.
«Primero se alza un gran clamor crítico; reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento... Pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida.
«Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo derecho, ya que no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que transformaría a los súbditos en ciudadanos. Para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría a la tierra» (El pensamiento... 10).
Bajar el cielo a la tierra... Dos herejías padecidas por la Iglesia habían creído ya en la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo, sin necesidad de la gracia de Cristo: el pelagianismo, en lo personal, y ciertas modalidades del milenarismo, en diversos mesianismos colectivos. Pues bien, el liberalismo, como acertadamente señala Jaume Vicens Vives, es la actualización moderna de aquellos viejos errores:
«En el fondo de estos hombres [ilustrados], en apariencia fríamente racionales, hay un milenarismo, una creencia apasionada, casi mística, en la posibilidad de llegar a crear un paraíso terrestre, no por medio de una lenta evolución, sino de una especie de palingenesia, una renovación súbita seguida de un estado indefinido de beatitud. Si a este se añade que estaban convencidos de lograr esta renovación automática por medio de la promulgación de leyes y reglamentos, tendremos otro de los rasgos más característicos del movimiento ilustrado» (Historia social ... 204).
Pues bien, en este sentido, en el XVIII, en el Siglo de las luces, bajo el impulso de los filósofos, la Ilustración viene a ser una radicalización extrema y secularizada del milenarismo pelagiano. Y así, difundida por los enciclopedistas, la Ilustración consigue hacerse con los resortes del poder político a través de la masonería, y a partir de la Revolución Francesa (1789) extiende victoriosa su influjo secularizante por el siglo XIX mediante la Revolución Liberal. Y continúa el impulso en la Secularización de nuestros días.