Trece: uno más tres

Es un conjunto de realidades que (aún no) se deshacen frente a ti


Fragmentación territorial

A partir sobre todo de 1821 las independencias de las nuevas naciones de la América hispana se producen en cascada. Pero hasta última hora, hubo una posibilidad, y quizá una probabilidad, de que Hispanoamérica permaneciera unida, formando de una u otra forma una especie de Commonwealth. Muy rápidamente, sin embargo, se produjo la descomposición del mundo unido hispanoamericano.

Así fueron naciendo un buen número de Estados, que correspondían más o menos a las partes menores del imperio hispano, audiencias, capitanías generales o intendencias. Desde un principio, Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín o Rodríguez de Francia, pensaron en una gran unión de naciones hispánicas; pero aquello era entonces sólo un sueño. La unidad real de México a la Patagonia había existido durante tres siglos, pero una vez rota, era ya irrecuperable. El presente de la América hispana estaba sellado por la división, y con relativa frecuencia por el enfrentamiento fratricida entre naciones vecinas.

Historia falsa para naciones nuevas

En todos los lugares ocurrió lo mismo: se hacía preciso y urgente crear una nueva identidad nacional. Pero la tarea que recaía sobre la oligarquía local era realmente muy difícil. ¿Cómo hacerlo? Era imposible fundarla en indigenismos ancestrales, menospreciados entonces, a veces múltiples y contradictorios, y en todo caso, a la vista de ciertas insurrecciones recientes, de muy peligrosa exaltación. Tampoco era posible acudir a la raíz hispánica, pues la emancipación se había hecho precisamente contra ella.

Quedaba, pues, sólamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico.

Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.

Es el caso, por ejemplo, de un Simón Bolívar, rico terrateniente, mujeriego notorio, hombre que declara «guerra a muerte» a quienes no conciben como él el futuro de América, mata a prisioneros, ordena en 1823 la deportación masiva de los habitantes de Pasto, rebeldes a su causa: «Los pastusos deben ser liquidados -escribe el 21-10-1825-, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar» (Lucena Salmoral 82-83).

En realidad, su manera de concebir mentalmente América es, como en tantos otros patriotas del momento, muy improvisada, confusa y cambiante. Bolívar es un hombre que, en medio de sus apuros militares y políticos, piensa entregar a Inglaterra «las provincias de Panamá y Nicaragua, para que forme en estos países el centro del comercio de universo, por medio de la apertura de canales» (49); o proyecta colocar a Colombia, o incluso a Hispanoamérica en su conjunto, «bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección», Inglaterra, concretamente; o somete al Congreso de Colombia la decisión de instaurar allí la monarquía; o idea un Senado vitalicio, «hereditario, como el que propuse en Angostura, incluyendo los arzobispos y obispos» (148-149).

No es, pues, extraño que Bolívar confesara a Mosquera poco antes de morir: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la independencia» (149)... Y que en una carta a su amigo Urdaneta (5-7-1829) le dijera: «Yo vuelvo a mi antigua cantinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado... En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso... Éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, nada» (150). Como muchos otros masones de la época, murió Bolívar cristianamente.