Respecto de las independencias de los países de nuestra América
«Latinoamérica» hacia 1800
Desde México a la Patagonia, el imperio hispano-americano se mantuvo unido bajo la Corona durante tres siglos, compartiendo una misma lengua, ley y religión, y formando un gran cuerpo social, que en 1800 es sin duda muy superior, tanto en su volúmen demográfico como en su desarrollo económico y cultural, al del Brasil o al de las Trece Colonias de la incipiente América anglosajona del norte.
Hoy a ese mundo se le suele llamar Latinoamérica, pero como bien dicen D. Bushnell y N. Macaulay, «en realidad, los términos Hispanoamérica o Iberoamérica serían más apropiados. Al parecer, la designación genérica de Latinoamérica la utilizó por vez primera el polígrafo colombiano José María Torres Caicedo, y fue rápidamente adoptada por los ideólogos franceses, en un intento de reivindicar parcialmente para sí la obra de España y Portugal. La única república que, de hecho, es un vástago americano del imperio francés es Haití» (El nacimiento de los países latinoamericanos 11).
Antes de recordar ciertos pasos históricos, nos será útil conocer algunos datos demográficos fundamentales.
La América española en 1820 tenía 14.470.000 habitantes, y en el primer desarrollo de sus nuevas nacionalidades, en 1880, a causa principalmente de la inmigración, pasó a tener 30.320.000. El crecimiento entre esos dos años señalados, concretamente, se distribuyó así (en miles): Argentina, 610 / 2.484; Bolivia, 1.000 / 1.506; Colombia, 1.025 / 2.870; Costa Rica, 63 / 170; Cuba, 615 / 1.542; Chile, 789 / 2.066; Ecuador, 530 / 1.106; El Salvador, 248 / 583; Guatemala, 595 / 1.225; Honduras, 135 / 303; México, 6.204 / 10,438; Nicaragua, 186 / 400; Paraguay, 210 / 318; Perú, 1.210 / 2.710; Santo Domingo, 120 / 240; Uruguay, 69 / 229; Venezuela, 760 / 2.080. En ese mismo período, 1820/1880, creció la población (en miles) de Brasil, 4.494 / 11.748, y de Haití, 647 / 1.238 (+Bushnell - Macaulay 300).
Por su parte, las colonias inglesas del norte, a mediados del XVIII, reunían una población de 1.250.000; y ya constituídas como Estados Unidos, cuando el territorio ocupado apenas se extendía desde la costa Este al río Mississippi, en 1800, tenían 5.500.000. Y en 1860 eran ya 31.000.000 (Pereyra, La obra... 268-269).
Las independencias en América hispana
Las Trece Colonias primeras de los Estados Unidos se independizan en 1776. Y el estallido de la Revolución francesa se produce en 1789. No hay, sin embargo, por esas fechas en la América hispana un ansia de independencia respecto a la metrópoli, aunque sí es cierto que durante el siglo XVIII, vigente cada vez más el espíritu de la Ilustración, la acción de España en América pierde en buena parte su sentido evangelizador y se va endureciendo más y más, con lo que crecen las tensiones entre criollos y peninsulares.
Sin embargo, los hispanoamericanos reaccionan todavía en favor de la Corona española con ocasión de la invasión napoleónica de la península (1807-1808), y constituyen Juntas que, acatando la autoridad de Fernando VII, pronto derivaron a ser auténticos gobiernos locales. En efecto, poco después la debilitación política de la lejana metrópoli y el sesgo liberal de las Constituciones de 1812 y de 1820, hacen que los grupos dirigentes criollos -políticos locales, clero, comerciantes y hacendados- se decidan a procurar las independencias nacionales. Y el pueblo llano, que se veía forzado a repartirse o bien al servicio de los dirigentes independentistas liberales o bien al de los realistas, más tradicionales, hubo de sufrir una serie de guerras civiles muy crueles, de las que salieron las independencias de las nuevas naciones.
De este modo, en muy pocos años, y generalmente de forma improvisada, se decidió la suerte de un continente. El proceso no fue fácil. Los libertadores hubieron de enfrentarse muchas veces a las masas populares, que no veían claro aquel salto en el vacío, y que con frecuencia, por instinto, temían más la próxima oligarquía criolla que la lejana Corona española. Los propios dirigentes criollos se mantuvieron muchas veces dubitativos hasta última hora, cuando, ante la debilidad de Fernando VII, optaron por acrecentar su propio poder con la independencia.
Por otra parte, los nuevos generales Bolívar, Sucre, San Martín, imitando a Napoleón -el héroe de la época, el que llevó sus banderas hasta Rusia, Egipto y España-, atravesaron también ellos los Andes y las fronteras incipientes, decididos a escribir la historia a punta de bayoneta, rubricándola con el galope de sus briosos caballos.
No olvidemos, por lo demás, que unos y otros, políticos y generales, se vieron decisivamente apoyados por agentes extranjeros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos desde hacía siglos de la América hispana. Las logias masónicas, que ya en el XVIII habían difundido por el continente el espíritu de la Ilustración, anticristiano, racionalista y libertario, constituyeron entonces la red eficaz para todas estas conexiones e influjos convergentes.
Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, fueron masones de alta graduación, lo mismo que Miranda y otros líderes de la independencia; y también lo eran en España muchos de los políticos liberales y de los militares que favorecieron la emancipación.
Por último, como señala Salvador de Madariaga (Bolívar I,53), la invasión napoleónica de la península «impidió a España que reforzara a tiempo con sus armas la mayoría que en el Nuevo Mundo, hasta 1819, fue favorable a la unión».
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